Zafra y la Casa Real

El historiador José María Moreno entronca la reciente visita real a Zafra de SS MM Don Felipe y Doña Leticia con una larga tradición de visitas de anteriores monarcas

La Feria de San Miguel de este año sin duda será recordada por la presencia de los nuevos reyes, quienes escogieron el más longevo evento ferial de España para acercarse por primera vez a Extremadura. Siguen así lo practicado por Juan Carlos I y Sofía, que al igual que Felipe VI vinieron por primera vez a nuestra ciudad, hace ahora cuatro décadas, siendo Príncipes de Asturias, para retornar con posterioridad ya coronados como reyes.

Una asiduidad que contrasta con lo sucedido en épocas pretéritas, en las que su presencia fue inexistente. Hay que remontarse al invierno de 1796 para que nuestros antepasados sientan la inmediatez de los monarcas. El encuentro acaecería en la dehesa del Rincón, por donde discurre el nuevo camino real que enlaza Badajoz y Sevilla y por el que transitó la comitiva real. Dos tablados, profusamente adornados según el gusto de la época, acogerán a las autoridades y sujetos principales, mientras que el resto permanecerá a ras del suelo.

A pesar de tan escasos contactos personales, los zafrenses siempre se mostraron solícitos con cualquier suceso relacionado con la familia real española: nacimiento de un infante, boda o deceso de algún miembro, proclamaciones de príncipes y herederos… Así se colige, tras la conclusión de la guerra de la Independencia, de los regocijos públicos organizados por el retorno del tan deseado Fernando VII, donde la música y los oficios religiosos convivieron con manifestaciones antiliberales. Es verdad que la perfidia fernandina tuvo su purgante en el verano de 1820, con ocasión de la jura de la Constitución y la instalación de las Cortes, que dieron paso en Zafra a multitud de actos de todo recogidos por la pluma de un cronista ocasional. Pero no es menos cierto que tres años después Fernando VII condujo, en venganza, a la nación a uno de los períodos más infames.

Quizá una de las últimas celebraciones reales acogida multitudinariamente fuera la proclamación de la mayoría de edad de la reina Isabel II por las Cortes el 1 de noviembre de  1843. La celeridad con la que se procedió –los catorce años no los cumplía hasta el año siguiente- dimanaba de la lucha que mantenían moderados y progresistas por hacerse con el poder y, por supuesto, con el control de la figura de la reina. 

Para que tan trascendental acontecimiento llegara hasta el último rincón peninsular, el 15 de noviembre el Ministerio de la Gobernación circula una orden anunciando que el 1 de diciembre tendrá lugar la proclamación de Isabel como reina; a tal fin se insta a organizar actos públicos.

El Ayuntamiento de Zafra y la Colegial, llegado el mencionado día, se reúnen, junto a los dependientes del Juzgado de Primera Instancia y oficiales retirados, en las casas consistoriales. Desde estas parten en comitiva, presidida por el alcalde Agustín Álvarez, quien portaba un retrato de la reina vistosamente engalanado, a la Candelaria, precedidos por un piquete de la Milicia Nacional con su banda de música. Una vez en el templo la efigie real fue depositada en un vistoso trono situado en la capilla mayor, al lado del evangelio. Ocupado cada uno su asiento, dio comienzo una misa cantada que incluyó un sermón a cargo de Manuel Ángel Martínez del Río, para concluir con un tedeum.

Finalizados los oficiosos religiosos se procedió al juramento de fidelidad. Para ello, una vez ocultado el Santísimo, en medio de la capilla mayor se preparó una mesa cubierta con una colcha de seda y sobre ella un libro de los evangelios; al lado, una silla, que fue ocupada por el regidor primero, al hallarse enfermo el alcalde segundo, quien recibió el juramento de fidelidad del alcalde Agustín Álvarez. Luego será este el que ocupe la silla y el que reciba, como representante real, el de todos los que simbolizan las instituciones locales.

A continuación, el alcalde se encamina, portando el retrato real, a la plaza de la Constitución, instalándolo bajo un dosel en el balcón ricamente ornado de las casas de Ruperto López, donde proclamó a Isabel como reina. Tras una nueva proclamación, la Milicia Nacional prestó su juramento y procedió a desfilar. La última proclamación sucede en el ayuntamiento, donde tras los vítores y mostrar el pueblo su adhesión, el retrato es colocado en la sala del concejo. Con esto se puso fin a los actos oficiales, no así a los populares, que prosiguieron con cucaña, fuegos artificiales, música, reparto de limosnas…

En posteriores coronaciones reales las celebraciones se tornaron más sobrias, contrastando con la algazara y la esperanza con la que fueron saludadas las  proclamaciones republicanas; corrían nuevos tiempos.        

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