Deshabitados

Fran Ignacio Mendoza nos relata la historia de dos viajeros rumbo a una región oculta en la memoria  

Por fin Julián y yo, creímos localizar la región, después de mucho tiempo invertido en consultar mapas e inquirir en libros de cartografía, inscripciones obtenidas de   testamentos apócrifos, especular sobre varias conjeturas extraídas de precisas guías para senderistas, estudiar al detalle las referencias del lugar, sorteando localizaciones inexactas, acotaciones diversas que ensombrecían nuestro ánimo, símbolos factibles y a la vez opuestos, tras haber optado por atajos visibles que nos conducían a cruces que daban al mismo origen del trayecto y todos a la postre, falsos indicios. Realmente no tengo ni idea del tiempo transcurrido desde que nos perdimos, si efectivamente éramos conscientes del hecho, hasta iniciar esta errática búsqueda. Al divisar un desolado paraje, empezamos a creer de forma fehaciente en la probabilidad de estar objetivamente extraviados.

Se nos presenta un resplandeciente páramo, desvalidos y muertos de sed y de hambre, buscamos una exigua sombra donde reponer fuerzas. Julián divisa algunas matas que nos indican que alguna corriente debe existir bajo el subsuelo.  Hay que excavar la árida tierra y si hay suerte que mane algo de agua. Pero nos rendimos, la borrasca dificulta la labor y enturbia la visión.

Hay que reposar y si se puede, dormir algo. Nos aclimatamos pegando bien nuestros cuerpos al abrigo de un tronco pelado que sirve de escudo. Ha cesado el viento. Pero nos cubre un manto de rocío que agradecemos porque refresca nuestra piel y principalmente nuestros labios resecos.

Veo como entre sueños que estamos en medio de baldíos terrenos y lóbregos senderos que no conducen a término alguno y siguiéndonos, una manada de alimañas, que sin duda, esperan nuestro abatimiento.

Encuentro un anillo entre la arena, adormilado por la calidez de la temperatura. Repaso la sortija y la reconozco, es la que perdió Laura, una tarde entre juegos y forcejeos en la playa de Gando, frente al pabellón de oficiales, en Gran Canaria. Laura, hija del teniente Miguel Marcos y Desideria, ambos de Valencia de Alcántara y que por destino del militar, residen en la base aérea, menos los fines de semana que pasan en su piso de la ciudad. Otras parejas de oficiales viven allí todo el año y se tiran las tardes jugando al parchís y a las damas. Sin distinguir los lunes de los domingos. Suelen ser las esposas las más aficionadas, absortas en los tableros, mientras los capitanes, tenientes o alféreces, discuten sobre el golpe de estado, valoran la inminente evacuación de Malabo, comentan permisos denegados o se enzarzan a repasar maniobras castrenses.

Es festivo y estoy de permiso. Deambulo por el barrio de Santa Catalina de Las Palmas, esperando que se haga la hora, ya que he venido a comer a casa de la familia Marcos, invitado por Laura, después de mucho insistirme durante meses.

La intención de Laura es dar un paseo por Las Canteras y declararme su amor, pero su timidez y mi desinterés acotan toda iniciativa. En la despedida, en la parada del autobús le doy un beso en los labios exento de pasión, pero sin querer demostrar lástima. Lo reconozco. Sus ojos brillan y se nublan de lágrimas, pero se gira y sale corriendo como una niña. En realidad lo es. Rompe a lloviznar.            

Cientos de cartas me llueven de golpe, las que ella me escribió durante más de diez años, semanalmente, aunque no recibiera respuesta ni de la mitad.

Llovizna y subo a Escaleritas. Es un barrio más humilde, he venido para probar ‘ropa vieja’ a casa de Santi - un compañero de la misma dependencia- . Su hermano está vestido de gata, subiéndose con total soltura por paredes y techos, -¿cómo lo hace? - y Santi me responde como si fuera lo más natural: ¡Ay, godo, lleva ventosas en las manos y en las plantas de los pies!  

Cat Woman, calcula un mal movimiento y cae al suelo… Oigo la sirena de una ambulancia, mientras se suceden prontas disculpas y salgo pitando.

Negro, fuera está todo negro, negro…

Negro es el estandarte que ondea por encima de unos muros gigantescos. Estoy ante unas murallas que se alzan ante mí y choco de bruces frente a una escalinata. Es la fortaleza de la Alcazaba de Batalyaws (1), el reino aftasí en su primera taifa, entre 1022 a 1045, bajo el mandato de Abdallah ibn Al-Afta, cuando su territorio llegaba hasta el Atlántico. Azorado, recorro callejuelas y plazas, rodeado de un enjambre de gente que grita en distintas jergas y regatean numerosos artículos: frutas y hortalizas, cabezas de carnero, baldes con tripas humeantes, telas y especias de múltiples procedencias, barreños con sangre, artesas con ojos de venado, odres de leche de cabra, tinas de hidromiel, talegas de cereales, una miscelánea de olores y cromatismos prodigiosos; de  pronto, alguien me ofrece un libro a cambio de mi brújula, ni he podido responder al trueque y ha desaparecido entre el tumulto con mi preciado tesoro y yo, sin opción, con el libro.

En el lomo del volumen, leo el título, “Éxitus”, y lleva solo unas iniciales, F.I.M, no acierto a comprender nada porque la fecha de edición es de 2016. Reviso sus primeras páginas que aportan una nota bibliográfica extensa y detallada sobre el Libro de los Muertos y El peso del alma. Una hoguera me ciega la visión, y una sombra furtiva me sustrae el libro de las manos, sin poder ver su rastro siquiera…

Una dama desde una celosía me llama con siseos, me arrimo con cautela, y me señala con el dedo índice hacia un portal de la otra acera, mientras me susurra al oído:”Következ? kijárat, menekülni, ne maradj itt…” (2) Niego con la cabeza que no entiendo su lengua. Pero ella sin concesión alguna, echa un telón velado que anula todo enfoque.  De forma inesperada, cientos de abejas surgen de un postigo contiguo y me persiguen calle abajo, corro despavorido mientras un grupo de chavales se ríen de mí y me tiran piedras… Chinas, arena, arena entre mis dedos. Tierra seca.

Despabilo a Julián y le insto a que nos pongamos de nuevo en marcha. Agradezco al cielo que las bestias solo fueran alucinaciones mías en los preliminares de la pesadilla. Si es que ha sido un desvarío causado por la contrariedad y el ayuno.

 Cuando suponemos que hemos avanzado y trato de verificarlo con la brújula, resulta increíble,- además de tenerla consigo- pero apenas hemos hecho la tercera parte del recorrido que estimamos oportuno.

 ¿Días, semanas? No sé cuánto llevamos de viaje. Los pies han pasado las fases de ampollas a heridas sangrantes y de estas a costras que los rasguños de los matojos hacen proliferar nuevas vesículas… Atardece y tras un vericueto camino, nos topamos de golpe con una casa enmarañada por la maleza.

Nos acercamos y abrimos la puerta, que cede sola. Todo está aparentemente como antes ¿cómo antes de qué? -me pregunto-  Entramos a la primera habitación, y la cama está cubierta por una mera colcha veraniega, fría y húmeda. Desplegamos las hojas del armario y allí está toda la ropa de nuestros padres. ¿Se han marchado, han muerto? Huele a humedad y hay mohos entre las baldosas.

La presencia de los padres es casi evidente, palpable, como si estuvieran observando desde alguna sala a oscuras.

Por un momento, les llamamos a voces, repetimos las frases que nos devuelve un eco agudo; subimos al piso superior y recorremos las habitaciones, todas vacías e intactas, salvo un manto de polvo espeso y terroso, como de ventisca.

En el último cuarto nos topamos con una sorpresa extrema, la mitad de la sala está inundada por una cuarta de agua sucia que continúa cayendo por la ranura de las vigas, gota a gota. Pero la cama está limpia, debido al desnivel de la superficie todo el charco se concentra detrás de los pies del lecho, como si estuviera frente a un lago interior. Achicamos con baldes desde la orilla menos profunda, pero resulta inútil, vuelve a su nivel y de ahí no excede.

Se va la tarde y no hay electricidad. En un acto involuntario rebuscamos por los cajones de la cocina hasta encontrar algunas velas y al tantear sobre una repisa, un mechero, las encendemos y nos disponemos a cocinar algo en la chimenea, eso sí, leña hay de sobra y arroz, caducado pero sin bichos.  Esto servirá para preparar algo que sea mínimamente comestible, aderezado con algunas hierbas del jardín.

Después de cenar y preguntarnos todo tipo de conjeturas al vernos así, en una casa abandonada, casi anegada y sin suministros. Julián sube para arreglarnos una cama, le acompaño para ayudarle y porque el relente aterrador te hace sentir más solo aún; es como si la niebla entrase por debajo de las puertas y por las ranuras de las ventanas. De hecho, nuestra piel está helada.

En la habitación que ha escogido,-de las que dan al ventanal exterior- hay un armario con un gran espejo a mano derecha. Hemos pasado casi a oscuras con una palmatoria en la mano cada uno y cargados con sábanas y mantas para vestir la cama.

Al finalizar y a punto de salir, observo que el reflejo de mi hermano en el espejo no es el suyo, me turbo y no sé qué decir, me acerco y le aviso: espera Julián… ¡Mira!

Me aproximo más al espejo y yo no soy yo, ni Julián es él. No lo distingo bien ni llego a discernir que es todo esto, si es un misterio o tan solo un fugaz aturdimiento.

Quedamos petrificados ante la imagen. Cuánto más nos miramos en el espejo, cientos de recuerdos intrusos nos acuden a la mente.

¿Quiénes somos?, ¿por qué no sabemos nada de lo que recordamos? Me asalta el sueño de anoche, ¿quién fue Laura?

En el piso de abajo, se escucha un portazo y el gozne de atrancar con cerrojo. Nos asomamos a la escalera y vemos que ha llegado una familia, un hombre de unos cuarenta años y una mujer muy bella, cogida de ambas manos por dos niñas de entre diez y doce años y un niño menor que se esconde detrás de ella, que entra taciturno y se le nota delicado. Su padre, saca de un bolsillo de su tabardo una cámara y dispara el instante enfocando la entrada del pequeño. Recuerdo ese encuadre, es una vieja fotografía de mi padre. ¿Entonces quiénes somos?, ¿no hemos nacido?, ¿estamos de retorno y si es así, de dónde, desde cuándo?

Nos quitamos instintivamente del balaústre de la escalera. Nos miramos perplejos. No da tiempo a pensar. Julián logra apostarse detrás de una cómoda y quedamos paralizados al reparar que me traspasan literalmente y que no descubren a Julián. No nos ven.

Nada. No somos nada.

Abrimos la puerta principal y nos enfilamos hacia el pórtico del jardín; al traspasar la cancela, amanece y seguimos entre dunas y estepas. Examino a mi hermano y es él y yo soy yo, según me confirma.

Todavía no sabemos si llevamos días, semanas, años, décadas, siglos, perdidos en una inhóspita realidad o en una ficción sin desvelar. O en el limbo.

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