Caminar, andar, pasear

La actividad de caminar por ocio o por negocio como hábito saludable propicio a la reflexión y al pensamiento tiene una larga tradición histórica que rastrea el historiador José María Moreno

Resulta cada vez más frecuente la estampa de vecinos caminando por las calles de la ciudad y caminos del término. Número que se incrementa notablemente con la llegada del buen tiempo y las vacaciones. A todos ellos hay que sumar los numerosos peregrinos que transitan la Vía de la Plata camino de Santiago de Compostela.

Andar es una actividad que ha ido ganando adeptos en los últimos años; unos por placer y otros por prescripción médica. Sea el motivo que sea, lo cierto es que es la única forma de contrarrestar el sedentarismo al que parecen habernos condenado los avances científicos y técnicos. Una de las paradojas de este estilo de vida ha sido de  viajamos cada vez con más frecuencia y a destinos lejanos sin apenas mover las extremidades inferiores. El coche, el tren, el avión… son medios que nos transportan a gran velocidad y acortan el tiempo del viaje. Si a ello añadimos los malos hábitos alimenticios, tenemos servido uno de los males de nuestra sociedad: el sobrepeso.

Para contrarrestar esta deriva se nos inculca la necesidad de ingerir una dieta saludable y equilibrada, además de realizar algún tipo de ejercicio diario. El más fácil de ejecutar, pues no necesita de preparación alguna ni tampoco de desembolso extraordinario en material, es caminar.

 

Habrá quien piense que esta recomendación médica es actual, cuando es centenaria. Son varios los testimonios que nos hablan en este sentido. Los franciscanos acogidos en las enfermerías de la región cuando sus achaques les impedían desarrollar su vida con normalidad, una de parte de su terapéutica consistía en la realización de ejercicios mandados por el galeno dentro del establecimiento sanitario. Pero también los había que aconsejaban andar grandes trechos por los campos circundantes. Tal era lo realizado por fray Alonso de Talavera, guardián que fue del Convento de San Diego de Fuente de Cantos, en la segunda mitad del Setecientos. Su celo en cumplir lo dispuesto por el médico le llevó a elevar una petición al ministro provincial para que «ningún guardián le embarazase los paseos al campo por ser todo esto conveniente a su salud y la de su recuperación».           

 

Las reglas monásticas restringían franquear los límites del cenobio para las cuestiones más imprescindibles, por lo que el ejercicio físico se limitaba a los trabajos en la huerta o a las labores diarias; aunque por otro lado su régimen alimenticio era por lo general bastante frugal. No obstante, hubo religiosos que caminaron grandes distancias para llevar a cabo sus cometidos, muchos de los cuales se debían resolver en Roma. 

No importaba el tiempo que tardasen y las condiciones climáticas. Paradigma de este proceder fue fray Ángel de Valladolid, primer provincial de la Provincia de San Gabriel, que se allegó, siempre descalzo, a la ciudad papal en diecinueve ocasiones. Empresa que llamó la atención del cronista provincial, quien para corroborar las andanzas del fraile dejó escrito que este mudó «las uñas de los pies quatro o cinco vezes».

Más dificultades tenían las monjas para realizar este tipo de ejercicio, pues su salida fuera de los muros conventuales resultaba harto dificultoso. Aunque siempre hubo alguna que con ingenio superó los obstáculos. Una de ellas fue “La Tolosana”, religiosa del Convento de Santa Clara de Zafra que vivió entre los siglos XVI y XVII. Devota de san Antonio de Padua, ardía en deseos de ir a la ciudad italiana para visitar sus restos. Como físicamente era irrealizable, decidió practicarlo mentalmente, para ello recorrió diariamente el claustro del monasterio tantas veces como distancia existía a Padua.

Una vida itinerante llevaron también los comerciantes, mercaderes, si bien lo realizaban a lomos de una caballería o en un carro. Lo mismo podemos decir de los burgueses, que utilizaban el coche para sus desplazamientos. Aun así no abandonaron del todo el hábito del paseo. Aunque ya no lo realizan por el campo, sí lo practican en los parques, nuevos lugares de socialización que no dejan de proliferar desde el siglo XVIII. En este sentido Zafra no fue una excepción, pues entre 1820 y 1840 se erigió el  paseo llamado la Alameda Nueva, como testimonia el cuadro de Álvarez, y que en cierto modo todavía hoy podemos seguir disfrutando.

Entusiasta del paseo fue Schopenhauer, que lo consideraba un placer. O Nietzsche, que resaltaba sus beneficios para el cuerpo y para la mente, al fluir las ideas con mayor ligereza. Si no que se lo digan a Rousseau.

Por estas y otras cuestiones, cada día espero la llegada del momento de emprender la marcha con la misma inquietud que invadía al poeta romano Catulo, que lo dejó expresado con bellas palabras: «Ya el espíritu, en alborozada impaciencia, desea andar vagante, ya los pies, alegres por la manía de andar, comienzan a recobrar vigor».

Nos vemos en el camino.

José María Moreno

Imagen: Rafael Sanzio La escuela de Atenas (1514)

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