Perdido en la galaxia (1/3)

La inteligencia artificial es un tema tradicional en nuestra cultura occidental que trata de explorar las relaciones emocionales entre los humanos y unas máquinas cada vez más  humanizadas con una dimensión filosófica sobre una base más o menos tecnológica o futurista. De esta manera hemos planteado en el Taller club Literario Madreselva la situación inicial de un extraño ser enmarañado en el caos, una situación que le sobrepasa al carecer de recursos para solucionar la situación donde está inmerso, relatada por él mismo. El relato inicial  es objetivado y procesado por tres miembros del Taller-Club literario Madreselva que han afrontado su conclusión interpretando la historia desde una relación maternal en el caso de Olga Alfonso. Raúl Martínez se enfrenta tangencialmente al asunto desde la paranoia destructiva de un adolescente y finalmente Claudia Vázquez enfoca la situación en un delirio científico de sobreprotección. Tres enfoques sobre una misma situación inicial, ¿cómo acabará la historia?

Situación inicial

 

El pequeño autómata va al mercado (1/3)

Olga Alfonso

 

De pronto se vio solo en medio del tumulto, y todo el que pasaba por su lado se quedaba mirándolo con los ojos muy abiertos, y luego miraba a un lado y otro como buscando la explicación a tan insólito hecho. Era la primera vez que lo llevaban de excursión con ellos y se había sentido feliz aquella mañana cuando su joven y amorosa madre subió la persiana de su cuarto mientras decía: arriba dormilón, que hoy vamos al mercado. La palabra resonó en sus oídos pero no la entendió … mercado, se repitió  para sí mismo y correspondió a la sonrisa suponiendo que si su rubia e inocente madre sonreía es que sería un lugar bello y lleno de sorpresas. Y sí, sorpresas tuvo el pequeño autómata, estaba claro que no lo habían programado para adentrarse en el mundo real…

Cuando dos meses antes le dijeron que estaba listo para ser adoptado por humanos, se sintió uno de ellos durante un momento. Luego, al ver a sus recién estrenados padres, comenzó a vivir en un mundo en el que un minuto tras otro debía ir reajustando su base de datos. Archivaba y volvía a archivar frases, palabras, cucurucus, carantoñas, meneos, subidas y bajadas en brazos … los humanos eran seres sorprendentes, tan sorprendentes que habían logrado tener hijos autómatas en cuyas bases de datos podían insertar actualizaciones con hambre, sueño, ilusión o miedo … sin duda con él cometieron algún error y no sabía cómo explicarlo a sus padres, porque él podía observar cómo le hablaban a él, pero también cómo se hablaban entre ellos. Él podía darse cuenta de intenciones para las que aún no estaba programado y podía percibir cuando se asomaba a su ventana hasta lo que sentían los pájaros y los mosquitos que se quedaban pegados en la mosquitera. 

Era un caos de emociones vivir así, y despertar sobresaltado cada nocheo, oyendo a los mosquitos sufrir con sus patas atrapadas en aquella red que habían colocado en su ventana. Sin duda sus receptores sensoriales los habían diseñado para un ser distinto, pero él estaba allí, y era supuestamente un bebé robot, así que no había manera de expresar tanto sobresalto más que llorando con histeria, por lo que sus desconcertados padres no dejaban de leer y leer las instrucciones, y de meter y quitar actualizaciones de su tarjeta SD sin conseguir el anhelado fin de bebé feliz y sonriente con el que habían soñado.

Y ahora estaba solo. Al verse en aquel tumulto, despistado y perdido, gateó hasta unos cubos llenos de pescado, donde una langosta avezada charlaba con su compañera sobre el pasado. Las dos infelices no conocían su triste fin y sonreían mientras presumían de aventuras de otros tiempos y soñaban con algún mar futuro donde las redes no aparecieran para enturbiar su paz. El pequeño autómata sujetó sus manitas al cubo y ellas también lo miraron con ojos de langosta perpleja. Quiso decirles que escaparan, pero aún no podía hablar. Así que exclamó un torpe mmmmmm, y las amigas rieron su gracia. Los humanos seguían moviéndose con grandes carros de alambre, cada vez más llenos. Desde allí les veía los pies, que no paraban hacia un lado y hacia otro. Algunos iban y volvían para atrás, parecían no encontrar lo que buscaban y él buscaba los tacones de su madre casi con desesperación. Pensó en gatear hasta un lugar en el que se veía fruta, lo sentía más seguro, pero le dio miedo cruzar entre aquellas piernas. Entonces sintió algo rozándole el cuello y al darse la vuelta se topó con los bigotes de un perro de orejas marrones y largas que enseñaba unos dientes nada amables. Empezó a poner pucheros y a punto estuvo de arrancar a llorar cuando una señora enorme con mandil y gorro blancos, lo cogió del suelo entre unas manos que olían igual que las langostas. Sintiéndose a salvo, sonrió a la señora que lo miraba a través de unas gafas redondas que le hacían unos ojos muy pequeñitos allí perdidos. No sabía cómo aquellos ojos pequeñitos encontraron a su madre, que apareció instantes después y abrazó a su pequeño autómata. Estos humanos eran muy raros, y él, por alguna extraña razón en sus programas, en aquel momento entre los brazos de su madre, volvió a sentirse uno de ellos por segunda vez.

 

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