Una mala caída 5/5

Yo no hice nada, se lo vuelvo a repetir. Fue mi marido el que resbaló con la piel del plátano que había caído mi hijo, y al caer, dio con la cabeza en la esquina de la mesa de mármol. Entonces quedó inconsciente y llamé al 112.

Es la verdad. Lo he contado por lo menos diez veces desde ayer.

No. No estoy nerviosa. Déme por favor un vaso de agua.

Claro que me sudan las manos y tiemblo …¿no temblaría usted?. Yo no hice nada.

Está bien, volveré a contarlo todo desde el principio. Espero que esta vez puedan entenderme o al menos usted me crea.

Gerardo y yo nos casamos hace siete años. Nos conocimos en un viaje que ambos hacíamos en solitario al norte de Francia. Yo iba de vacaciones con unas amigas que partieron un par de días antes, y él iba a visitar a sus padres. Coincidimos en el tren. Yo iba leyendo El Quijote. A él le sorprendió y en cuanto tuvo oportunidad me preguntó por dónde lo llevaba. Desde ese momento no volví a leer una sola línea y sus palabras me llevaron entretenida y riendo hasta la estación de Rennes. Cuando bajamos del tren nos despedimos con dos besos y partimos cada uno en una dirección, pero apenas había dado diez pasos cuando, sin dejar de sonreír, no pude evitar volverme para verlo por última vez y mi sorpresa fue comprobar que también él me estaba mirando. Me hizo un gesto con la mano. Se acercó y me pidió el teléfono.

Casi no vi a mis amigas en todas las vacaciones. Gerardo me llamó a la mañana siguiente y resultó ser un guía entusiasmado que conocía cada rincón de aquellos pueblecitos. Me dejé llevar por aquel entusiasmo y por la atracción que ese hombre me despertaba. Lo sentí como una adolescente siente un amor de verano y rejuvenecida y feliz volví a Burdeos.  Y rejuvenecida y feliz acepté en menos de tres meses casarme con él. Y fui igual de feliz que aquellos días durante los tres años siguientes, porque Gerardo sabía cómo hacer feliz a la mujer que amaba y llenarle los días de colores. Porque Gerardo no entendía de rutinas ni de placeres sencillos y me envolvió en el tumulto de su vida y yo aprendí a compartir aquella vida que nunca antes había vivido pero que me engulló y se llevó todo lo que yo era antes.

Además de llenarme de amor y alegría me llenó de cosas. Una casa enorme y repleta de objetos, coches para viajar, para ir al campo, para ir a la ciudad, viajes a lugares exóticos, a ciudades lejanas, a playas paradisíacas, a países ni siquiera soñados por mí; vestidos largos, cortos, de noche, de día; collares y pendientes; zapatos y bolsos … Sí, mi suerte parecía abarcarlo todo. No sólo había conocido en aquel tren que por casualidad tuve que tomar un par de días después de mis amigas al que fue el hombre de mi vida, sino que ese hombre era además un príncipe encantado que construyó para mí el cuento de hadas en el que nunca creí. Y así tuve que callarme mis palabras y gritar al mundo que sí, que los cuentos de hadas se hacen realidad.

Sí. Gerardo era un gran ejecutivo en la empresa que suministra el gas a toda España. Y desde que el gas ciudad llegó a todos los rincones, su puesto y sus ganancias no habían dejado de crecer, como usted ya sabe. No sé si es necesario decir que la cantidad de horas que dedicaba a su trabajo tampoco dejaba de crecer. Y que el cuento de hadas llegó a su fin la noche de fin de año del 2012, y de una forma repentina y cruel, cuando en la fiesta de gala a la que asistimos en el hotel Serene, sorprendí la conversación que mantenía en un reservado con la mujer de un socio de su compañía y en la que quedaba bastante claro que entre ellos había una relación sentimental.

 

En segundos perdí mi traje de princesa y la carroza desapareció. Mi vestido dejó de brillar y me sentí tan pequeña que creí que los tacones se habían roto de golpe. Las piernas me temblaron y sin embargo mi boca fue incapaz de pronunciar una palabra ni buena ni mala. Sólo recuerdo el ruido alrededor que por momentos se hacía más fuerte y la mirada de ellos dos sobre mí, como si fuera yo la culpable por haber escuchado lo que no era dicho para mis oídos.

Dos meses después nos separamos. Fueron dos meses de intentar recomponer algo que ya estaba roto. De esfuerzo inútil. De abrir los ojos, mis ojos,que tan ciegos habían estado y que entonces empezaban a vislumbrar al hombre real que tenía delante y al que tanta gente conocía mejor que yo. Me contaban y yo no podía creer, y al mismo tiempo sabía que esa era la verdad y que una venda se había caído de mis ojos y ya no podrían recuperar su ingenuidad. Me fui a pesar de que él no quería que me fuera y de ofrecerme su vida entera. No pude creer nada y me fui.

Poco después supe que estaba embarazada y pensé que, a pesar de todo, él tenía derecho a saberlo. Así fue cómo volví a su vida y su mundo volvió a secuestrarme cuando nuestro hijo nació y yo quise, quizá equivocada, que estuviera cerca de su padre.

Pero ya nunca fue igual. Él siguió saliendo cada vez más. Y viajando cada vez más. Y los reproches siguieron llegando. Empecé a beber y a esperarlo borracha y a pedir explicaciones siempre. Empecé a asfixiarlo porque yo ya me había asfixiado. A robarle su espacio de libertad como él había acabado sin darme cuenta con el mío. Tenía a su hijo y podía llevármelo, y eso él no podía soportarlo. Y aguantaba mis gritos y mis ataques de cólera como yo sus salidas y sus infidelidades, que acabaron convirtiéndose en la excusa que necesitaba para montarle una escena más. Y sí, claro, supongo que los vecinos nos oían.

La noche que murió fue una de tantas. Gerardo llevaba días en el hotel, trabajando con otros compañeros de la empresa en las instalaciones del gas de un pueblo cercano a Santander. Yo no solía llamarlo, pero volvían esa misma tarde y quería asegurarme de los horarios de la vuelta para que el niño pudiera verlo, porque mi hijo adoraba a su padre. Había pasado gran parte de la noche en vela y había bebido bastante. Iba a meterme en la cama de nuevo y entonces recordé que volvía y llamé sin pensar en la hora. Y sí, como usted sabe ya, una mujer cogió el teléfono y no recuerdo exactamente qué le dije, pero fue uno de esos ataques de cólera que tenía cuando él llegaba tarde. Cuando, después de unos días, llegó Gerardo de su viaje a Santander me despertó y me culpó por no tener en casa al niño, que se había llevado a la niñera sin saber que venía su padre. Yo en un momento de lucidez le dije que ya no podía más. Me eché a llorar y le pedí el divorcio que pudiera acabar con este infierno mutuo.

No volví a verlo hasta la mañana siguiente. Lo esperé todo el día en casa con el niño pero no apareció hasta las nueve de la noche. Sí, volví a beber por la tarde. Sí, cuando llegó yo estaba algo bebida. Y sí, supongo que él había llamado esa mañana al hotel para pedir explicaciones sobre la mujer que cogió el teléfono y soportó mi ataque de nervios. Y sí, discutimos y gritamos y todo el vecindario pudo oírnos. Pero yo no hice nada. Jamás nos pusimos una mano encima ni él a mí, ni yo a él. No. No lo empujé. Se resbaló y tuvo la mala suerte de que fuera una mala caída.

Olga Alfonso

Las otras piezas del puzzle

A ritmo de jazz 

Roberto

G Dupont promotor

Una llamada inesperada 

Una mala caída 

 

  

Comentarios

Enviar un comentario

Para poder comentar debes estar registrado. Regístrate o accede a tu cuenta.

No hay comentarios por el momento.


Produce Madreselva Servicios Culturales, S.C.
revistamadreselva@gmail.com
Apdo. Correos 381, 06300 Zafra (Badajoz)
Aviso Legal | Servicios | Publicidad
Utopia.es - Internet más cerca
Aviso

Utilizamos cookies propias y de terceros para el análisis de la navegación de los usuarios. Si continua navegando consideramos que acepta el uso de cookies. Ok Más información