El mal del arriero, de Libre Producciones

El filósofo Miguel Manzanera analiza la paradoja del bien y el mal en relación a las estructuras de poder y la alienación reflejadas en El mal del arriero, opera prima de José Camello realizada por la cacereña Libre Producciones 

El cazador paleolítico prepara su acción predatoria, practicando un rito iniciático, en el que se identifica con la personalidad de su presa. Se viste con la piel del animal, se pone sus cuernos e imita sus mugidos, mientras danza frenéticamente parodiando sus gestos y costumbres. Como ese guerrero prehistórico, es un asesino muy especial, el que nos presenta El mal del arriero, la primera película de ficción de la productora extremeña Libre Producciones: un hombre moderno que ha guardado en su espíritu la primigenia imagen de la especie, instintivamente noble hasta en la crueldad y el crimen. Ha elegido su presa; o mejor dicho las circunstancias han elegido por él, y le han señalado la víctima. Y su acción de hombre natural requiere en primer lugar el reconocimiento y la intelección de lo que va a ser sacrificado.

La naturaleza ocupa un lugar principal en el drama que se nos presenta. Paisajes extremeños finamente captados por el ojo de la cámara. El personaje se funde en el paisaje, su aliado en la lucha contra los caprichosos engendros del poder y la riqueza. Nunca sabremos realmente a qué se dedicó en su vida pasada, si policía, conseguidor o político; ha renunciado a su puesto en la sociedad. Tiene acceso a los secretos de Estado, que disimulan o ignoran el crimen de los poderosos; el protagonista es un miembro descastado del aparato de dominación, que ha renunciado a sus prerrogativas tras descubrir la infamia monstruosa sobre la que descansan.

Tampoco podemos comprender de dónde nace la seguridad con que ejecuta sus planes. Su actividad toma la forma de juego cruel, como el gato que acosa a su víctima antes de cortarle la yugular. Pero esa crueldad, dirigida contra unos criminales instalados en el poder económico y político, se vuelve ternura y compasión con la gente sencilla del pueblo. Un criminal simpático, héroe de la fantasía popular como el Tempranillo o Luis Candelas; reconocemos su lucha por ser honesto, en la angustia con que descubre el horror macabro de los crímenes. Y confiamos en él porque su alma es transparente para nosotros. Es un ángel vengador, aquél que ha sido llamado para hacer justicia en contra de las leyes humanas.

Porque el que hace la ley hace la trampa, la dureza con que los subalternos aguantan el peso de la ley, se vuelve impunidad para los que determinan los destinos de la sociedad. La descomposición social amenaza esa dinámica perversa de la autoridad incontrolada. Lentamente se mueve la cámara recogiendo paisajes e interiores; a través de largos planos, que podrían haber sido elegidos por Dreyer; poco a poco se irán aclarando las razones del crimen:

 

 nuestro criminal ha ejecutado a un asesino pervertido, dentro de una banda de asesinos pervertidos, dentro de una casta social de… Ya no hay capitalismo, ahora hay sadismo…, decía Aki Kaurismäki.

Sin prisas, como jugando, prepara su acción contra los criminales, mientras se cerciora de la justeza de sus ideas.  Es cierto que también él se va a convertir en un asesino impune; lo sabe y parece aplazar el final insoslayable de su decisión. ¿Cómo distinguirse de los repugnantes asesinos a los que persigue? 

Lo sabe y se esfuerza en buscar la salvación por la piedad con que rememora a la víctima que quiere vengar, por la ternura con que trata a los débiles, por la confianza en la sabiduría popular.  Es un caballero andante en busca de su dama, desaparecida en una cacería humana, organizada por ricachones desalmados.

Una lucha contra el fascismo larvado y acechante entre las capas superiores de la sociedad.  Esos actos heroicos de los subalternos no contienen ninguna épica, solo remordimiento por parecerse a los dominadores. Como en aquella película de Menzel sobre la resistencia checa contra los nazis, Trenes rigurosamente vigilados. La clase trabajadora en lucha ejerce la violencia a regañadientes, a su pesar; sufre la tentación de imitar a los dominadores, y para seguir siendo una clase diferente, se refugia en la rutina diaria. Cuidadosamente planificada y ejecutada, la destrucción del enemigo ha devenido acto cotidiano, indistinguible de una rutina laborante, sin emociones ni exaltación. Algo a evitar, si pudiera ser evitado.

Pero erradicar el odio es también erradicar el amor. Nuestro protagonista está muy cerca de convertirse en un miembro de la casta gobernante, y se defiende de esa imagen mediante expedientes infantiles y fetichistas. Entre esa irremediable disminución moral del asesinato, y la renuncia a ser en sí mismo creado por las circunstancias, elige lo primero; la dureza de esa elección se muestra en la obsesión por el agua y el lavarse.  Las sucesivas convocatorias de los criminales en lugares intrascendentes, pretenden disimular el hecho trascendental de convertirse en asesino.  En su guerra solitaria apenas se reconoce en la lucha colectiva de las clases inferiores, más que por la simpatía y la amistad.

En un tiempo donde crece de nuevo la crueldad y la violencia entre los seres humanos, El mal del arriero nos recuerda los mínimos que no pueden ser sobrepasados, sin dejar de ser humano para convertirse en una bestia. O bien ser como ellos, fascistas.

Fuente foto cortesía de Libre Producciones

Miguel Manzanera Salavert

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