Quiere la fortuna que de vez en cuando Zafra recupere parte de su ancestral fisonomía para solaz de cuantos nos adentramos en los recónditos pasajes de su arcano. A tal efecto, saludamos con regocijo el afloramiento de un nuevo tramo de la parte norte de la muralla que ceñía la villa. Y es que esta, por lo que significa, parafraseando a José Hierro, más que una tapia muda, es un poema de piedra del que penden jirones de historia y de historias.

Auspiciada por el primer señor de Feria, Gomes I Suárez de Figueroa, su construcción se inició allá por 1426, viniendo a liberar a los zafrenses, entre otras cosas, de la pesada gabela de servir en las rondas de la ciudad de Badajoz. No obstante, su traza fue más eficaz para las exacciones señoriales y defensa de epidemias que como baluarte militar, como patentizaron las conflictivas décadas de la segunda mitad del Cuatrocientos.

Tras sus muros acogió el caserío y amplías zonas vacías. Su comunicación con el exterior se practicaba, en un principio, a través de cuatro puertas, coincidentes con las principales vías de comunicación y que dieron nombres a las mismas. Por estos caminos llegaron las gentes que propiciaron el despegue económico de la villa desde finales del siglo XV, a rebufo de las ferias, el comercio y la industria artesanal. Desarrollo que tuvo su correlato en el incremento demográfico, el cual, como no podía ser de otra manera, dio paso a una expansión urbana que desbordó el recinto amurallado.

De hecho, la propia cerca sirvió de elemento constructivo de las nuevas edificaciones que se adosaron a ella, tras el visto bueno del Concejo de Zafra y el conde de Feria; eso sí, venían en la obligación de conservar indemne el lienzo que les correspondiera. A causa de ello resurge en ocasiones a resultas de las obras emprendidas en las viviendas situadas en ese espacio. 

Con este proceder, a comienzos del siglo XVII, la mitad occidental del muro había quedado oculto. Mientras, la otra mitad, seguía exenta como se puede apreciar en el grabado del francés Israel Silvestre de mediados de la década de 1630. Pocos años después de esta imagen, su fábrica se resentirá gravemente tras los conflictos armados con el reino vecino y, posteriormente, durante la guerra de Sucesión.

Ya en la centuria del Setecientos, sus heridas quedaron escamoteadas en las moradas de vecinos que se asentaron en esos lugares. Otros, en cambio, utilizaron sus materiales para levantar sus casas. Pero también los hubo que buscaban su desaparición con ánimo iconoclasta, como fue el caso de los cameranos, por ver en ella un símbolo del poder señorial. Aun así quedaron tramos que siguieron desempeñando una función lúdica, como la del juego de pelota practicado por los vástagos de las élites locales.

A este deterioro se vino a sumar, a comienzos del siglo XIX, la guerra contra el francés, dejándola prácticamente derrotada. Desde entonces hasta hace apenas unos años su lugar lo han ido ocupando construcciones de distinto tipo, quedando como únicos testimonios de su existencia la Callejita del Clavel y la Ronda de la Maestranza; esta última alberga dos pequeños lienzos aún visibles a pesar de las intervenciones, en algunos casos desafortunadas, a los que han sido sometidos.

Reducida al ámbito privado, la muralla perdió su originaria finalidad. Esa sustracción a lo público pasó a convertirla, con el discurrir de los años, para buena parte de los habitantes de Zafra en mera entelequia. Por eso, ahora que se ha despojado a una parte de la misma de oprobiosos ropajes, es cometido nuestro salvaguardarla de futuras ocultaciones y agresiones.  

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