La mitad invisible

El desarrollo social a lo largo de la historia, como nos detalla el historiador José María Moreno, muestra la discriminación de la mujer que sólo en dura lucha por su igualdad están siendo reconocidos recientemente sus derechos, una conquista en la que no hay que cejar, en homenaje a toda la corriente social feminista creada

 

Entre la barahúnda de noticias relacionadas con las diversas citas electorales a las que este año nos enfrentamos, se insertan noticias que nos hablan de la desigualdad existente entre mujeres y hombres. Una cuestión que alcanza su punto álgido el día 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Estadísticas y porcentajes reflejan una realidad incuestionable: el acceso al mundo laboral por parte de la mujer se produce en unas condiciones precarias, las cuales se acentúan todavía más en las percepciones salariales; diferencias que se han agravado con la crisis.

Es cierto que los avances que han experimentado los derechos de la mujer en nuestro país en estos últimos años han sido importantes, pero no es menos cierto que el punto de partida era también muy bajo. Para los que tenemos cierta edad basta rememorar los comportamientos que regían el ámbito familiar hace apenas tres décadas, y que todavía siguen vigentes en ciertas áreas rurales, para comprobar el sometimiento de la mujer al hombre en un marco legal santificado por la moral religiosa, que amparaba actitudes en algunos casos tiránicas, que no contento con ello, para escarnio de las víctimas, auspició un lenguaje soez y vejatorio.

El franquismo, qué duda cabe, allanó el camino al devolver a la mujer al hogar como lugar en el que realizarse, coartando cualquier veleidad de independencia femenina derivada de unos ingresos regulares, que, además, amenazaba con socavar el estatus del hombre como rector privilegiado. Sin embargo, tras la apariencia de una sociedad monolítica y perfectamente estructurada subyacía una realidad incuestionable: la mayoría de las mujeres seguían desempeñando un papel fundamental en la economía con trabajos que se desarrollaban fuera del hogar. Eso sí, la diferencia con el marido, padre, hermano, hijo… era la inexistencia de un documento contractual. Es más, en los primeros años de la postguerra tuvieron que conformarse con la comida como único pago. Nada que ver con las féminas de las clases privilegiadas: ociosas, de maternidad aparente y de roles acordes a las normas imperantes.

Pero lo anterior no era novedoso, sino que recuperaba pautas sociales pretéritas. En efecto, la sociedad zafrense de los siglos modernos y contemporáneos −imagen y semejanza de la España de entonces− deparaba un papel secundario a la mujer en el ámbito laboral. Mientras que el hombre ejercía todo tipo de oficios, aquella tenía reducido su campo de acción a las tareas domésticas en casas ajenas mediante un contrato de larga duración recibiendo como contraprestación el ajuar con el que contraer nupcias y una cantidad irrisoria en metálico.

 

Alejada de cualquier posibilidad de educación, su esfera se reducía considerablemente. Es cierto que la documentación nos informa en ocasiones de la existencia de mujeres que ejercen un oficio en plano de igualdad con el hombre, si bien su número es reducido.

 Así, en 1581 con Cristina Rodríguezla Holgada, como jabonera; en 1583, Jerónima de Carvajal, tendera, y María del Cruz, hornera; a la mesonera María Sánchez en 1587; otra hornera, Leonor González, en 1596; la pastelera Inés de los Ríos en 1676; la enfermera Antonia Pulido en la primera mitad del siglo XIX o la boticaria Isabel Durán, etc.

Pero no nos hemos de llevar a engaño, esa realidad era simple apariencia; por lo general disfrutaban de ese cargo que venía ejerciendo su marido como consecuencia de la viudedad, pero legalmente se les impedía practicar la profesión, ya que venían obligadas a contratar a un hombre que lo ejerciera. Algo muy semejante sucedía con los hijos menores, a los que se les nombraba un tutor que gestionase su patrimonio y su futuro.

Contra este estado de cosas se rebeló la escritora del Seiscientos María de Zayas –la citamos aquí por ser sus ascendientes, según sus biógrafos, de Zafra y Los Santos de Maimona−, que demandaba un mayor acceso a la educación y a las mujeres dejar de ser meras comparsas y adorno del hombre. Y es que la mujer es capaz de realizar labores masculinas con el mismo o mejor acierto. Ahí tenemos a la que fuera primera duquesa de Feria, Juana Dormer, que gobernó con mano de hierro los destinos del Ducado de Feria. O a Cecilia Rodríguez de Arenzana en el siglo XVIII, primera que rigió con desenvoltura y éxito una cofradía gobernada por hombres, la de Nuestra Señora de Belén.

Para que estas situaciones no se reproduzcan contamos en la actualidad con una legislación que ampara la igualdad entre los sexos, pero ello no es suficiente mientras para buena parte de la ciudadanía la igualdad es un simple vocablo. Si a ello añadimos actitudes hipócritas como las relacionadas con la maternidad, apelando a nuestro derecho a ser padre, abuelo, hermano o tío; en cambio se lo escamoteamos a las empleadas o compañeras de trabajo. Así pues, la igualdad solo es posible si desterramos de nosotros cualquier atisbo de desigualdad; lo demás es pura pose y apariencia.    

 

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