Palabras desproporcionadas

Relato alegórico de Manuel Rey Álvarez donde los personajes se arrastran víctimas de sus propias emociones

Definitivamente es una palabra muy larga.

Desde el zaguán hasta el jardín, tenía todo el pasillo para sí, y entero lo ocupaba. Mi mujer la acariciaba, y pasaba descalza por el pasillo, con la criatura a su lado como si nada. Pero a mí me espantaba, me espantaba verla. Por esto dejé la casita aquella, y a mi compañera de vida y de alma.  Dejé también mi pueblo, La Alberca, y busqué una nueva casita. Que no tuviese pasillo ni largas estancias donde pudiese acomodarse la criatura: encontré un pequeño torreón de dos pisos, vetusto y maltratado, pero con tejado y puerta, bastándome así.

El alquiler me salió barato porque estaba abandonado. Era circular, con hierbajos y margaritas que hacían del felpudo un zaguán humilde pero fresco. Tenía un agujero redondo, del tamaño de una calabaza, en la pared del piso superior, por donde antes atravesaba una viga de madera, cuando la torre era molino. Yo hice una rejilla con dos perchas de alambre y convertí el agujero en una ventana. Me pasaba la mayor parte del día en el piso de arriba, el ambiente estaba menos cargado gracias a la ventana y por ella había más luz y allí podía leer. Cuando la luz ya no daba para leer, encendía un farol y miraba por la ventana. A lo lejos, La Alberca se veía como una luciérnaga suspendida en la tela de una araña que nunca aparecía. Yo me lo pasaba mirando, pensando en qué estaría haciendo mi chica que ya no era mi chica. A ella también le gustaba mirar por la ventana, pero mi farol no daba la suficiente luz y ella no vería la torre. 

Yo solo salía para pasear alrededor de la torre. Mis babuchas no daban para mucho más. Me conocía todas las flores que iban surgiendo y le hablaba al olivo joven que había cerca, único árbol de la región: — Solo tengo dos velas, cuando se me acaben vendré a cortarte las ramas. Te cortaré una o dos, no sé. No me lo tengas en cuenta. Yo me corto las uñas cada dos o tres semanas… nos acostumbraremos.  Cuando la torre se ponía naranja yo volvía al piso noble, y me preparaba para volver a pensar en algo con lo que distraerme. Ella solía salir en casi todas mis historias. Me refiero a mi chica, que ya no es mi chica. 

Estaba encendiendo la segunda vela cuando oí un crujir en los peldaños de la escalera. Me puse mi capa turquesa y mis babuchas, cogí el farol y me asomé al hueco de la escalera de caracol. La luna dibujaba una línea blanca al comienzo de cada escalón. Allí estaba, tan larga como en el pasillo de la casita, enroscada al eje de la escalera, acomodada a la forma de los peldaños: la criatura. Pasé, corrí por encima de ella, pisando su cuerpo con cada peldaño que bajaba, y salí por la puerta a la noche. Escuchaba al viento retozar con el olivo joven, pero no veía a ninguno de los dos. Subí el farol a la altura de mi cara para ver mejor y me encontré de frente con su rostro; había sido más rápida que yo saliendo por la ventana. Sus ojos eran enormes y blancos, sus encías parecían dos alfileteros, un bosque de agujas de distintos tamaños, irregulares, cruzadas y desordenadas, y sus muelas cuatro dedales flacos. Su cola era tan larga que subía y se difuminaba con las nubes. Abrió la boca como para decirme algo, pero le tiré el farol y salí corriendo.

No sé cuántos años separaban a la torre de La Alberca, pero llegué extenuado. El pueblo no había cambiado nada, y la casita seguía tan quieta y tranquila como siempre. Sus ventanas encendidas prendieron la mecha deshilachada y discontinua de mi sonrisa. Entré en el zaguán, más acogedor por sí solo que cualquier otro lugar. Tanteé el pomo de la puerta, que cedió a mis caricias como el hocico de un perro que reconoce la mano amiga. Y allí estaba ella, diferente, descalza, con otro hombre en la casa y, en el pasillo, otra larga criatura.  Tiré mi mirada triste al suelo y estaba por cerrar la puerta e irme cuando la criatura se escurrió del pasillo y salió al zaguán, parándose ante mí.  — No puedes irte —me dijo —, ya la dejaste a tu mujer, no dejes ahora a tu hija. — ¿Dónde está mi mujer? — Murió —me respondió.  — ¿Qué?, ¿y quién es ella? —  No temas, definitivamente es una palabra muy larga, tanto que ni la muerte puede soportarla. Ella es tu hija, a la que llaman Provincia. — ¿Y quién es él?   — Su compañero de vida y de alma. — ¿Y quién eres tú? — Yo soy lo que está entre todas las personas.  — ¿Y por qué viniste a nuestra casita y te plantaste en el pasillo?

 

— Tengo los ojos llenos de abejas blancas, diminutas y mortales. Es una enfermedad. Por ellas tengo físico; es una de las muchas enfermedades que pueden afectar a las palabras. Segregan una miel amarga que se mete por dentro y me mata poco a poco. Hacen su nido en los ojos húmedos, se alimentan de lágrimas. Yo vine aquí porque en esta casa no había lágrimas y mis ojos se secarían.  — ¿Por qué tienes los ojos húmedos? — Porque nadie me quiere en su casa; soy una palabra muy larga. Cuando llego, uno de los dos se asusta y se va. A él también le molesto en el pasillo, y se irá como te fuiste tú.  Yo la miré largo rato, sin decir nada. No sé si me entristeció pensar en mi mujer, o ver que aquella criatura, tan acostumbrada a los humanos no comprendiese que las lágrimas acaban llegando a todos lados. Creo que me entristeció comprender que era yo el llorador, el que no entendía nada y ese ser ingenuo era conocedor de las cosas. Me acerqué a la criatura y pegué mi mejilla mojada a su mejilla mojada. Saltaron a mis ojos todas las abejas blancas. La criatura soltó un suspiro de gusto y alivio y volvió a la casita. Poco a poco se difuminó entre el suelo, la pared y los muebles, y entre la conversación de los dos compañeros de vida y alma. La criatura estaba entre los dos, pero no en su forma. Ellos no la veían, pero allí la vi ponerse. Yo miré a Provincia una última vez. Su nombre me gustaba casi tanto como ella, igualita a su madre. Ahora los dos andaban descalzos por la casita. Cerré la puerta del zaguán que da a la calle y anduve unos pasos. 

Qué corta es la palabra adiós.

 

Manuel Elías Rey Álvarez

 

 

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